miércoles, 27 de octubre de 2010

De la valoración de la tarea, a la valoración del individuo

Es más que evidente y consensuado, que la totalidad de los conflictos que se dan en la empresa, y de los problemas laborales, no tienen que ver con el cociente intelectual de ninguno de los profesionales en cuestión, sino con otra serie de factores y variables relacionadas con lo que se conoce como Inteligencia Emocional, y que se refiere a la capacidad de las personas a “manejar” adecuadamente sus emociones, conocer sus propias motivaciones, o saberse poner en el punto de vista de su compañero. Aspectos estos, que afloran siempre en cualquier problema laboral, y que mucho tienen que ver con cómo nos comunicamos con nuestros compañeros en nuestro trabajo.

No hace mucho, me comentaba el director de un equipo de trabajo: “quiero enseñar a mi equipo medidas preventivas, quiero que se prevengan frente a los riesgos, por ejemplo frente al estrés que tanto daño nos hace en la empresa, pero lo que más quiero, y no lo consigo, es que ellos quieran hacerlas, que sean ellos los que comprendan realmente su importancia”.

Efectivamente una comunicación persuasiva, y emocionalmente inteligente, es un difícil reto para cualquier líder, sin embargo cuando se consiguen logros en este sentido, el trabajador se siente más integrado, más contento, y con mayor calidad de vida. Su motivación se desarrolla; sus relaciones con los compañeros mejoran; la implicación en el trabajo aumenta, por lo tanto su eficacia y eficiencia; se responsabiliza de sus funciones, y prospera su autonomía. En resumidas cuentas: aumenta la rentabilidad de la empresa y disminuyen los riesgos.

No es habitual encontrarnos con un director o coordinador de equipo como el descrito en el párrafo anterior, sino más bien con un líder, que actuando incongruentemente con lo que siente: se enfada sin enfadarse, o se contenta sin contentarse, y que cuando transmite algo a sus subordinados, lo hace llevado por convicciones del tipo: “las cosas no tienen arreglo”, “siempre ha sido así”, o “yo no puedo hacer nada”. Muy a menudo se queja de que él no es el responsable de nada, de que él se limita a obedecer órdenes, y se justifica diciendo que él sólo hace su trabajo (sus emociones para cuando llegue a casa).

Evidentemente, en un entorno laboral, todos comunicamos, y si nos centramos en el directivo, es por que ellos se convierten, con su puesto, en modelo de comunicación hacia los demás, y por lo tanto, su responsabilidad comunicativa, dado el puesto que ocupan, es mayor. Es vital que el líder identifique y comprenda, tanto sus emociones como las de sus subordinados, y que más pronto que tarde, se de cuenta de cuando él siente una emoción, o cuando percibe emociones en el equipo, o en alguno de sus miembros. Así se evitan buena parte de conflictos emocionales.

Las empresas no necesitan “mesías” que se crean capaces “por si mismos”, de solucionar, implantar y ejecutar “impositivamente” planes o procesos, dar respuesta a todos los conflictos y problemas que surjan derivados del trabajo o las relaciones interpersonales entre los miembros de los equipos. Precisan más bien de líderes que sepan integrar visiones, que sepan enseñar a aprender, emocionalmente habilidosos para promover alianzas y componer un proceso armónico, donde el resto de integrantes ven contradicciones irreconciliables.

En definitiva, una negociación fructífera es la interacción que se produce entre dos personas o grupos, aparentemente encontrados por un asunto determinado, y que tiene el objetivo de acercar posiciones, y así poder llegar a un pacto o alianza que sea beneficiosa para todas las partes. Alcanzar una satisfacción mutua, y saber llegar a un punto de equilibrio, y emocionalmente placentero, en los intereses de las partes.

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